Mi ex se quejó amargamente en un par de ocasiones, durante y después de terminar nuestra relación, de mi incapacidad para desarrollar y comprender los valores y las nobles conveniencias de la amistad.
Estos lamentos me produjeron algunas mortificaciones, no tanto por la verdad que en ellos se encerraba (yo tenía y sigo teniendo amigos), sino porque sentía que la estaba condenando injustamente cuando le hacía saber mi disconformidad con respecto al hecho de que ella mantuviera un contacto fluido con su ex novio (una vez hasta sugirió ir a cenar con él), o que saliera con 15 o 20 amigos varones.
Con sincero arrepentimiento, luego pedía yo perdón, porque es cierto que nada malo estaba haciendo. En resumen, era un problema mío, si mi degradada autoestima me llevaba a imaginar posibles escenarios en los cuales mi pareja me engañaba (o deseaba hacerlo tan solo) con alguno de sus amigos.
Pero hace unos días me enteré que estaba de novia con uno de los que hasta entonces había sido uno de sus mejores amigos. Al parecer, un viaje que realizaron juntos los había acercado tanto, que no pudieron resistir la tentación de sumar al más excelso amor (el de la clara y pura amistad), aquel contacto físico que lo transforma y corrompe.
Me quedé pensando en el hecho, sintiendo tristeza y decepción. En primer lugar por mi tonta y necia incredulidad. En segundo, por haber derrochado mi confianza en alguien tan indigno e incoherente. En tercero, por no haber escuchado mi propio juicio, que no era errado. En cuarto, por haber dejado que esta misma persona, tan celosa y defensora de los sagrados votos de la amistad, se enojara injustamente conmigo cuando me acercaba a compañeras de facultad o cualquier mujer con el objeto de entablar una amistad.
Si se me permite la disgresión, quiero decir que personalmente no creo en la amistad entre el hombre y la mujer. Las experiencias personales (y sumo a éstas este caso particular), me enseñaron que cualquier relación de verdadera amistad, es decir, cuando hay una relación intensa, seria, lleva irremediablemente a la atracción emocional e intelectual, y luego física.
Esto, que yo creía saber, fue dejado de lado, porque estaba asombrado de encontrar una persona tan fiel a sus amistades y que tuviese a éste vínculo en tal estima, que dejase de lado con desdeñosa indiferencia cualquier noción de género, edad, etnia y diferencia social. Entonces, para no caer en el pecado de soberbia, y trastocar un simple juicio personal por la verdad, me reproché internamente mis prejuicios y pedí perdón por haber cuestionado la buena voluntad de mi compañera.
Ahora siento que en poco tiempo, un puñado de días tan solo, crecí muchos años. Cuando miro a las personas, ya no puedo verlas en blanco y negro, como solía hacerlo: intento descubrir en ellas esas tonalidades grises que se esconden detrás de las bipolares palabras, para aparecer con toda fuerza en sus hechos y en sus acciones.
"Te amo, y mi amor no tiene motivos", me dijeron.
Yo entonces digo: nadie ama sin motivos. Amamos en nuestros amigos y en nuestra pareja las virtudes (cualquiera sean estas); amamos su rostro, sus gestos, su compañía, hasta sus hábitos; pero, no amamos el vacío que en todos se esconde: tan sólo le tememos.
"Vos nunca entendiste la importancia que la amistad tiene para mí", agregaron.
Sí la entendí. Y nunca intenté alejar a mi pareja de ella. Tan sólo quise purgarla de los elevados ideales tan difíciles de alcanzar para un simple mortal: la quise hacer terrestre y adaptarla al mundo. Un mundo en donde el deseo, como dice Jorge Drexler, sigue un curso paralelo.
Este tipo de amistad celeste queda como un noble monumento para la oratoria y para el verbo, pero se deshace al caer en la realidad de las acciones, como una roca se convierte en polvo después de pasar por el calor abrasador a que la atmósfera lo somete.
"Sos una buena persona", consolé. "No, no lo soy", tuviste el coraje de admitir.
Creo que yo también confundí y erré mi juicio. Al fin de cuentas, errare humanum est, y aunque no me guste mucho admitirlo, cometí tantos desaciertos que de ningún modo soy mejor que aquellos a quienes juzgo. Tan sólo puedo narrar la profunda tristeza que me invade cuando no puedo volver a creer en las personas, y confiar en sus palabras al mirarlas a los ojos. En definitiva, mi consuelo es, y acuerdo con Morrisey, que
Time will prove everything...