Un ejemplo más de que la amistad no puede existir entre el hombre y la mujer, al menos no cuando el grado de proximidad funde a dos seres que se quieren mucho, que simpatizan mutuamente, pero que tienen géneros distintos.
Primero fuiste mi amiga. Fue muy raro encontrarte, sorprenderme por tus comentarios completamente fuera de lugar. Y sí, eras una intelectual de mierda. Eras una filósofa, y muy pocos pueden darse ese gusto: y menos las mujeres, en este mundo. Y vos lo sabías. Pero eras una filósofa que amaba la vida, como si la filosofía existencialista medio depre se resignase a morir, y te enviase a vos en forma de mujer (de una hermosísima mujer, es importante resaltarlo) para demostrar que todavía había un Epicuro entre tanto Cristo. Yo tampoco me quería resignar, ¿sabés? Y tal vez por eso te encontré a vos, Amor.
Pero el tiempo pasó, y las charlas sobre el univero, las conversaciones en cafés perdidos, mientras las estrellas deambulaban por el lienzo nocturno que es el cielo, se convirtieron en miradas pícaras y salvajes: miradas que nada tenían de inocente. Vos eras demasiado hermosa para mí, y yo jamás habría osado desearte con esperanza de tenerte; era más bien un ahnelo resignado, casi desesperado. Había tenido mujeres bellas a mi lado, sí, pero vos eras ese tipo de mujer con la cual los hombres decimos: "Me caso, me caso ahora"; y yo me mantuve en ese rol sujeto, compreso por ese cinturón demasiado riguroso que se llama autoestima.
Sin embargo, un día te acercaste, y me confesaste que te estaba pasando algo. Yo me sorprendí, porque recién salías de una relación (¿acaso no es algo tan común como la apertura de una flor en verano que la mujer, es decir, el género fuerte, pase de relación en relación de manera más fácil que los hombres?), y pensé que ibas a estar mal. Te acercaste como si fueses un amanecer: estabas hermosa, y en tus ojos había lágrimas. Me dijiste que ya no me podías ver como amigo (tan compleja y tan simple al mismo tiempo, pensé de vos en ese instante), y que hacía un tiempo que estabas mal, confundida, con culpa porque no sabías qué querías y porque no querías lastimar a alguien más.
Yo no tuve fuerzas para decirte que te adoraba, que veía en toda vos las armonías celestiales de Kepler, que veía en vos realizadas las máximas aspiraciones del ideal femenino: buena, bella, inteligente, fuerte, segura, y a la vez tan frágil y quebradiza. Te dije que pensaras en tu pareja, que no fueses tonta, que él te quería te valoraba, te apreciaba. Pero así somos los seres humanos: a veces amamos a quien nos ama menos, a quien nos valora por debajo de esa línea infinitamente pequeña que llamamos realidad. Y fuimos. Los dos fuimos uno. Y ahora estamos juntos, y me quedo pensando: "Yo podría haber sido él: yo soy él también". Él que te amaba con locura, fue dejado por vos por alguien como yo, que te ama, sí, es cierto, que te sueña día y noche, y que sin embargo, te considera un eco de alguien más, de una mujer que fue el primer amor, y que ya nunca será. Es extraño: yo que no te merezco, y que ni siquiera me atrevo a mostrarte el contenido de estos escritos (por temor a que encuentres demasiadas profundidades en él: por temor a tus celos, en definitiva), yo que estoy dispuesto a abandonarte para irme a otro lugar, estoy con vos: hoy sin más, te tengo durmiendo espléndida en mi cama, te oigo respirar, miro tu cuerpo perfecto, y me siento vacío: me siento un miserable que no te da lo que vos merecés; que no te da el hombre que vos necesitás.
La vida es un lugar extraño más que nunca: el misterio es irresoluble. La mujer que me hace bien, que resuma amor, bondad, que está dispuesta a seguirme al fin del mundo, que es demasiado bella siquiera para creerlo, a ella la resigno por una mira más alta. Mientras que por la pérfida, todavía suspiro, mientras que por ella todavía dejaría todo. Es un lugar extraño este mundo, sin duda alguna.