jueves, 24 de julio de 2008

Frontera

Carne de venado salada en tu mochila, tu framea de hierro, tu escudo pintado, la gema que tu madre te regaló, y las pieles que cubren tu cuerpo. Todo lo que llevas contigo. Hasta el pecho, vas vestido, pero llevas una capa ligera encima porque es primavera, y todavía el Rhin no se ha deshielado.
Estás con tus compañeros, tus amigos, tus hermanos. Te sientes a salvo allí, entre catorce pares de ojos azules, como los tuyos, cuando te miraste aquella vez en una de las fuentes de Teutoburgo, donde entre calaveras y planchas de madera y metal, reconocista a la deidad sin nombre, que habitaba como Verbo en el medio del vacío entre dos ramas iluminadas por la suave luz del atardecer.
Entre el fuego de la noche y la cerveza de la mañana, reconoces allí, donde quiera que ellos estén, tu hogar, que es más que la casa de tus padres, que los bufidos de los animales por la mañana antes de empezar a arar los campos.
Tu hogar está dondequiera que una buena fogata se encienda en un claro entre los pinos, y dondequiera que haya canto y baladas recordando las hazañas de Mann. Es algo que los morenos jamás entenderán, acostumbrados a vivir entre piedras frías y sin vida, ignorantes de la calidez de una casa de madera, y desconocedores de la belleza del bosque durante la luna llena allá en el Norte.
Y ahora te encuentras despierto, con hambre y frío, y con ganas de recorrer la ribera, esa otra ribera que separa y une los dos mundos. Y sabes que te alejas, pero el olor de tu caballo, y el aire límpido de la mañana te despiertan y producen un gran deseo de adentrarte en las profundidades de ese mundo tan raro.
Y azuzas al corcel con ansias de ver lo que tus ojos nunca antes contemplaron. Lo que sólo está en el recuerdo de tus abuelos: las murallas de una ciudad imponente, el aroma a incienso, las jóvenes envueltas en delicados tejidos de lino y seda. Todo eso con lo que has estado soñando, desde aquella noche en la que bajo la luz de la Osa, te relataron por primera vez las aventuras de Hermann en el país de los morenos.
Y ahora te acercas peligrosamente a un paisaje confuso, y extraño. Todo es distinto aquí. Hay un desorden que es orden. Lo salvaje se convierte en doméstico, y el olor del estiércol y del carbón inunda tus narices.
Te apeas del caballo, framea en mano, con un deseo irrefrenable de conocer qué más hay allí. El rumor de una fuente te llega desde lejos, y contemplas estupefacto, la suave superficie de la piedra apilada, y coronada por terracota roja. Todo tiene una belleza inimaginada, y exhuberante, desconocida para ti, y la recibes como el primer soplo de aire después del parto.
Un camino de tierra se aleja de la construcción, y bordeado por cipreses enormes, se dirige camino a un gran poblado, lleno de construcciones de piedra. Contemplas Colonia Agrippinensis por primera vez. Y allí, bajo el recodo del camino aparece una mujer morena. Mientras te acercas contemplas el temor que lentamente se forma en su rostro oscuro, pero la parálisis se ha apoderado ya de ella.
Sus ojos negros son hermosos. Te ruborizas, pues recuerdas a tu mujer allí en casa, pero eres incapaz de retirar tu mirada de ese ser ínfimo y débil, cuyos labios rojos te cautivan. La cinta que abraza su cintura estrecha, te recuerda al color de los cisnes que regresan cada verano.
Y entonces, como una visión, te acercas a ella, y le dices que estás maravillado por su belleza.
En ese momento, la niña grita arrojando su cesto de frutos sobre ti. Unos instantes más tarde, los ves salir de su escondrijo de piedra. Son muchos, y aunque hieres a tres con tus grandes miembros y matas otros tantos con tu framea que, sedienta de sangre, pide más enemigos, te ves superado en número por los morenos.
Lo último que vez es el hacha del padre, cayendo pesada sobre tu cabeza, gritando sonidos incoherentes en una lengua que desconoces, y que sólo tus descendientes comprenderán cientos de años más tarde.

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