La imagen llegó un día de calor, cuando avanzaba fatigosamente entre la espesura de cipreses y pinos que adornan los idílicos cerros de San Martín de los Andes. Recuerdo que ascendía por un empinado y polvoriento sendero, con una cantimplora llena de agua helada en una mano, un cestillo de guindas silvestres en otra, y las zapatillas destrozadas por la rugosa irregularidad del sendero.
Vino sin previo aviso, y se coló en mi mente, como un visitante mal educado, que pasa sin pedir permiso y se sienta cómodamente en nuestro sofá. Así, pues, llegó esta imagen que movió los cimientos de mi propio ser, de manera inesperada. Hacía ya dos horas que había decidido recorrer el camino que llegaba hasta un famoso mirador y que continuaba hasta una de esas casas de Té de estilo germánico, de las que abundan tanto en el Sur argentino. Estaba cansado, pero también contento: estaba de vacaciones, y no tenía nada mejor que hacer que recorrer la inmensidad de el montuoso terreno que, decorado por una cinta azul de agua (el Lago Lácar) es lo más hermoso que he visto en toda mi vida.
Así pues, esta imagen congelada en el tiempo me impactó emocionalmente. Fue como una inspiración divina, un mensaje llegado del más allá (del más acá interno), una sacudida, un violento despertar hacia lo que realmente anhelaba. Sacudió todo lo que pensaba que era, todo lo que me había forzado a aceptar como propio, y logró hacerme comprender cual era mi deseo más profundo.
En ella, sentado sobre el piso estaba yo, leyendo a mis hijos, mientras éstos escuchaban y miraban atentamente, quizás asustados por el relato de su padre; quizás impresionados por la trama. Se vislumbraba en sus ojos esa expectación que sólo los niños tienen: la sensación de lo nuevo que sólo una mente fresca y no tocada por la madurez y por los años, puede lograr. Afuera hacía frío, y pesadas gotas de agua habían dejado su marca en el amplio ventanal de la casa. Una chimenea bien provista de leños estaba encendida a nuestro lado, y todos estábamos inclinados hacia su lado, tan sólo iluminados por su tibia luz y abrigados por su llama protectora.
Y allí también estabas vos, mirándonos desde la cocina, siempre sonriente, siempre hermosa. Satisfecha de hallarte en paz con vos misma, y sorprendida de encontrarte pensando en ese momento en un ascenso, un ascenso que creías recordar de algún lado, un ascenso decorado por un sendero bordeado de cipreses y pinos y decorado por una cinta azul de agua.
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