Una tarde adquirió extraña costumbre: la de fumar mientras caminaba por cualquier lado. Pensó, recuerdo, que para un médico, para una persona con una pizca de sentido común, el hecho sería fuente de ironías, de sorna, de fiesta carnavalesca.
Pero no le importaba. La sensación era sublime, mientras se dirigía hacia lugares nuevos con mil ideas en la mente, con una vivacidad estimulante, con la sensación de haber escapado por un momento de sí mismo, de su mortal cuerpo, como si otro pensase por él y viviese a través de él.
En esos momentos había claridad, y la vida y sus complicaciones se hacían simples, vanas, supérfluas. Los senderos se volvían rectos, las colinas se allanaban, las tormentas se convertían en un océano de tranquilidad. La solución a cualquier problema era entonces evidente. Había la potencia de enorme creatividad en el simple acto de llevar un manojo de hebras a sus labios.
Pensó con melancólica sorpresa en las veces que había tomado en sus manos un libro de poesías persas, sin comprender las complejas sutilezas de los versos apologéticos sobre el vino, el hachiz, o las volubles curvas de una hermosa mujer.
Ahora comprendía mejor: se había vuelto un colega: se había vuelto un disoluto epicúreo. Era decadente por un breve instante.
El humo ingresaba en los pulmones, y desde allí iba hasta su mente. Las neuronas, estimuladas por el químico, vibraban a su contacto. Había en este acto algo de Dios, y también un tanto del Diablo.
Mientras acariciaba estas ideas entendió de pronto, un poco mejor, las experiencias religiosas: el rapto místico, la fusión con la naturaleza, la armonía de los dos mundos, el externo y el interno, y pensó en cuán tonto, burgués y limitado aquél que con temor supersticioso rechazaba el uso de los estimulantes y drogas. Gracias a éstos, no sólo podía uno escapar de uno mismo, sino también objetivarse mejor, comprender los propios miedos y frustraciones, deseos y valores, como si los mirase a través de un cristal, o desde lejos. Salir era, también, adentrarse en la espesura de uno mismo.
Un poco de esa divina locura era necesaria en la vida concluyó en ese momento: una bocanada de alienación que hiciese amena la rutina, que agregase otros colores a la pintura de nuestra existencia.
Se perdió a lo lejos, al doblar en una esquina cualquiera, y desde entonces no he vuelto a verlo, aunque todavía llevo su recuerdo en mi memoria.
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