-¡No puede ser ese el camino, Julio! Me niego a creer que le hagas caso a ese estúpido oráculo-, exclamó Marcelo.
Lo miré con compasión. Sé lo que el pueblo piensa de mí; creen que soy un supersticioso. Pero mi destino está junto al Teatro de Pompeyo. Como Aquiles, elijo la senda de la muerte, y de la inmortalidad.
-Así está profetizado. La Sibila ha hablado, y aunque tú hayas sido educado como un griego, con todo su escepticismo, yo sé que no hay más salida que ésta. ¡Mira las provincias, Marcelo! He pasado los últimos años viendo como los buitres que llamamos gobernadores, tus colegas y mis compañeros, devastaban con rapacidad a miserables campesinos. En Galia, donde derroté a un pueblo rico y poderoso, la República no ha dejado más que desiertos y familias abandonadas a sí mismas, con las onerosas contribuciones del Senado. Esto debe terminar: y la única forma de hacerlo es instituyendo un gobierno personal-.
-El pueblo jamás aceptará una Monarquía. Tienes que saber eso-.
-El pueblo aceptará lo que yo diga. Las formas se mantendrán, pero el espíritu de gobierno cambiará. Y la única forma de lograr esto es con un sacrificio. Los augurios son claros-.
Lo miré con compasión. Tendemos a ver a quienes van hacia la muerte voluntariamente, con incomprensión, como si el destino de los vivos fuese privilegiado. Yo sé que el Dios Uno del que me han hablado los judíos rige los destinos de todos nosotros: incluso de aquellas divinidades terrestres, amasadas con el polvo de los caminos y la electricidad del cielo. Sí, incluso ellas están sometidas al Inmutable que nos preexiste. Los filósofos griegos sabían esto. En Eleusis, el Iniciado abre sus ojos a esta verdad, más antigua que el Mundo, y más clara que el agua de la Sabina.
-Marcelo, querido amigo, tú eres como un hijo para mí. Tienes que saber que hago esto por ustedes, porque deseo que Roma permanezca; de otra manera, estamos condenados a levantamientos perpetuos, a ver colapsar nuestro gobierno bajo rebeliones que no cesarán. Pero también lo hago por mí. Sí, soy un maldito vanidoso, y mi última debilidad es saber que mi nombre se leerá en los libros de escritores futuros con admiración. Al igual que el divino hijo de Tetis, mi deseo es alcanzar la fama inmortal-.
Marcelo me tomó por la túnica, rogándome silenciosamente una última vez. Mas al ver mi mirada decidida me dejó ir. Lo abracé, pues realmente este joven había ganado mi afecto con su pueril devoción. A pesar de ser un chico excepcionalmente dotado para la intriga, nunca me había abandonado. Lo dejé junto a la estatua de Pompeyo. A lo lejos venía Marco Antonio, pero temiendo otra inoportuna demora, seguí mis pasos hacia mi fatal destino.
El brillo de la muerte relucía en los rostros de todos los conjurados. Casca, Casio y Bruto estaban allí. ¡Qué histriónico todo esto! Estaban más nerviosos que las jovencitas que por primera vez hacen sus pasos en los miserables teatros de madera improvisados junto al Circo. Los miré con serenidad, desafiando esta ridícula puesta en escena. Por un momento, dudaron, viendo en mi mirada una resignación que demostraba que yo conocía su plan. Temieron, y volvieron para pedirse ayuda mutuamente, pero, Hijos de la Loba, juntaron coraje, y Casca, pretextando algo sobre su hermano, me hirió el primero, luego seguido por diez, quince, veinte conjurados.
Antes de irme, los miré por última vez, con una sonrisa en los labios, sabiendo que Roma vencía, y que yo ganaría mi merecida inmortalidad.
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