Hoy una compañera de teatro nos dio una lección increíble: la consigna era improvisar una escena breve, teniendo como elementos una silla y una hoja doblada en dos.
Entró muy suelta, muy tranquila, e inmediatamente vio la hoja, apoyada sobre el respaldo de la silla. Con infinito tacto, con una mirada en la que se leía temor y angustia, se acercó hacia la hoja. La tomó delicadamente entre sus manos, como si el solo contacto del papel la hiriese, y se sentó, cruzando las piernas, sobre el suelo, con la postura del condenado, de quien lo ha perdido todo.
Comenzó a leer la misiva con angustiosa rapidez, pero sus ojos rápidamente se detuvieron, y se volvieron llenos de sorpresa hacia nosotros por un instante. Una tímida sonrisa asomó en su boca, y fue creciendo, lentamente primero, luego de forma abrupta, como un torrente de agua que al romper la represa, devasta los alrededores sin que haya forma de contenerlo.
Rompió en un llanto de alegría y felicidad, y salió corriendo del escenario.
Nunca había visto una actuación tan sincera, y convincente, pero a la vez tan simple. Me gustaría un día tener esa sensibilidad y la capacidad para interpretar esos sentimientos de forma tan fiel.
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