sábado, 7 de junio de 2008

Una mañana perfecta

Una mañana perfecta: me despierto a la hora exacta. No es ni demasiado temprano ni demasiado tarde. Ayer salimos juntos, solos. La pasamos bien, tomamos un poco de más, te excitaste, tuvimos buen sexo, y nos dormimos en los brazos del otro, cómodos, protegidos. Antes de caer en la inconsciencia miré el reloj. Marcaba las 5:09. Me dormí tranquilo, sin ningún pensamiento.
Me desperté a las 10:01, con ganas de comerme al mundo, de contarle a los objetos por qué era el hombre más feliz del mundo. Estábamos en tu departamento, que estaba como siempre hecho un caos total. Las sábanas denotaban una actividad física elástica y contorsionante, las almohadas se habían perdido en rincones ocultos de la habitación, la ropa interior había sido arrojada lejos, había vasos, tazas con té y sus correspondientes saquitos, encendedores, y hasta una tabla de planchar lista para recibir una prenda.
Vos seguías durmiendo, porque no había nada que te hiciera tan feliz como dormir después de una buena noche que incluyese alcohol y sexo, y yo era feliz mirándote dormir, como nos suele pasar a los hombres enamorados, que ni siquiera nos damos cuenta del bochornoso hilillo de baba que se va formando y que concluye en una laguna centímetros debajo. Estabas perfecta, justo como quería tenerte para mí, indefensa, hermosa, desnuda.
Brindé por eso con una escapada a la cocina. Puse agua en la pava, cambié la yerba, y me cebé unos amargos. Me acordé que tenía que estudiar, y me dio culpa, porque sabía que no iba a estudiar. Me dije mentalmente que no fuese un boludo y que no arruinara este momento. Me hice caso. Me fui hasta tu lado, y te quise despertar, pero abriste tus ojos, todavía dormida, y los volviste a cerrar. Y no te pude despertar después de eso.
Salí al balcón y prendí un cigarrillo. El aire estaba frío, pero me divertía mirar a la gente e imaginarme sus historias. Hacía esto porque era feliz, y las personas felices quieren compartir su alegría y su plenitud, y buscar historias es una forma de compartir la propia. Pensé que era un hombre afortunado. Era afortunado aunque fuese un pobretón sin un trabajo decente, porque aun así tenía todo lo que quería. Vivía solo, tenía planes, estaba rodeado de amigos que me querían, y mi familia me bancaba y protegía, como la tribu al guerrero. Y además te tenía a vos, ahí dormida, con una sonrisa de placer.
El día prometía claridad y calor, y me puse a pensar en llevarte en auto hasta Zona Norte y caminar por las calles de los suburbios, esas que tanto nos gustaban y que nos hacían acordar a Mar del Plata en verano. Después me acordé que tenías que terminar un trabajo, y de nuevo sentí culpa, porque me rebelaba contra la idea de que te tenía que dejar hacer tus cosas. Te quería para mí. Mi mente empezó a traquetear como de costumbre, un poco pesadamente a esa hora.
-Si la amás de verdad, podés irte ahora, llamarla en un rato, y dejarla hacer lo suyo- decía una voz.
-Pero tal vez ella no quiere trabajar realmente. Después te va a reprochar que te hayas ido, y va a invitar a algunos amigos, y te vas a sentir un pelotudo- respondía otra.
-¿Y si la despertás para ver qué quiere hacer?- decía una tercera.
-No, ¿no ves que duerme como un tronco?- concluyó una cuarta.

Al final decidí hacer lo que hubiese hecho cualquier hombre enamorado, pero ya acostumbrado al sí fácil de la pareja: me quedé estudiando en el comedor, con la estufa prendida, porque allá hacía frío y no tenía a nadie para calentar el ambiente con su respiración. Leí una, dos, tres, veinte páginas, y cuando la cosa empezaba a realmente interesarme, te levantaste y pasaste a mi lado, sin saludarme. Cosa extraña. Me molestó, pero no dije nada, esperando que tal vez tuvieses prisa por llegar al baño. Abriste la ducha, y el sonido del agua contra el piso empezó a sonar, interrumpiendo mi concentración. Me fui a cambiar la yerba a la cocina, porqueestaba lavada, y el agua ya estaba tibia. Puse música. Elegí algo que te gustara, por si te habías levantado de mal humor. Quería verte sonreir, cantar y bailar. Quería alegrarte la mañana.
Es curioso como uno se acostumbra a pequeñas rutinas del otro. Son pequeñas costumbres unidas que hacen a la vida normal de la pareja y que determinan sus acciones por la mañana, tarde y noche. Ella se levantaba de mal humor, tardaba mil años en hacer todo, y desayunaba con la velocidad de una tortuga con sobrepeso frente a una hoja de lechuga. Esto me irritaba enormemente, porque para la hora en que yo quería salir a hacer algo, el Sol prácticamente se había puesto, y me sentía un vago de mierda. No podía con mis neurosis ya en ese entonces.
Cuando salió del baño, yo ya estaba un poco alterado. Mi mente me había ganado de mano, y a pesar de que volvías desnuda, y me calentó imaginarnos teniendo sexo otra vez, te tiré un frío "Buenos días". Captaste el mensaje, porque respondiste -No, otra vez no, te pido que no me hagas esto, por favor no me hagas esto-.
-¿Y qué querés que haga? ¿Por qué no te vestís así vamos a pasear?- solté, probándote
-Amor, tengo que trabajar hoy. Tengo que en...-empezaste
-Claro, siempre tenés que hacer algo los fines de semana- te interrumpí irritado.
-Sabés que tengo que trabajar el fin de semana. Sos tan egoista- denunciaste, ya irritada vos también.
-¡¿Yo el egoista, yo el egoista?! Nunca tenes tiempo para mí, siempre estas ocupada. Quiero que salgamos, que disfrutemos del día. Vas a estar todo el tiempo encerrada aca con la persiana baja. Es deprimente. Podrias ordenar un poco por lo menos- ya sonaba como una abuela solterona y amargada para ese entonces, y con mucha vergüenza, me di cuenta. Pero estaba tan enfurecido, tan irracionalmente enfurecido, que agarré mis cosas, me vestí rápidamente, y caminé hacia la puerta, decidido a irme.
-¡No, no te vayas, por favor no te vayas!- me dijiste, mientras me agarrabas del brazo.
Ya estábamos acostumbrado a esta comedia, a esta farsa, a esta rutina de fin de semana. Yo agarraba la manija de la puerta, y vos te quebrabas, porque sos buena de corazón, y no querías pelear conmigo, y entonces no me dejabas ir. Te ponías adelante, y empezaba el si-no, el no-si, el que quiero-no quiero, el que no quiero-quiero, y yo me terminaba quedando al lado tuyo, estudiando, mientras vos trabajabas en la Pc. A la tarde me empezaba a sentir mal, molesto. No me gustaba tu departamento. Era oscuro y frío, y no había posibilidad de caminar sin pasar por sobre ropa, trapos sucios, basura. Me dolía verte viviendo en un lodazal, pero sabía por experiencia que cualquier limpieza que hiciera duraría un par de minutos. Te sentías cómoda en tu desorden. ¿Qué podía hacer?
Te dije que me iba a ir. Vos ya te sentías mejor. Estabas despierta y muy concentrada en lo tuyo, y no te costó dejarme ir, pero teníamos que jugar nuestro juego, y entonces me dijiste:
-No, no te vayas todavía, quedate un rato más así vemos una peli-
-No, no quiero- respondí,-me siento un inútil estando todo el día entre cuatro paredes. Necesito salir a caminar, a respirar, a sentirme vivo-
-Bueno, me hubieses llevado a algún lugar el fin de semana pasado, cuando yo te insistí tanto- soltaste abruptamente. Nos dimos cuenta de que habías lanzado una bomba de tiempo cuando nos miramos.
Pero estábamos tan acostumbrados, era tan insano todo, que seguimos representando nuestros papeles, mecánicamente, como dos leñadores de un reloj cucú suizo.
-Bueno, ahora sí me voy- dije
-¡¿Ves, ves como sos?! ¡No te puedo decir nada que ya te enojás y te vas. Hablemos!- me gritaste.
-Dejame ir, soltame, por favor- te dije.
-No, no. Entendeme, por favor, entendeme- me imploraste.
-No puedo, no puedo entenderte. Yo no actuaría así en tu lugar. Yo me iría con vos- mentí, sabiendo que si hubiese tenido responsabilidades las hubiese cumplido a rajatabla como un oficial prusiano.
-Sí que actuarías así. Ayer cuando te pedí que me acompañaras al banco por el tema del departamento, me dijiste que no podías, que estabas estudiando. Y vos sabías que era importante- dijiste con total justicia.
-No podía dejar de estudiar. Tengo un parcial en dos semanas- volví a mentir, a sabiendas de que no había estudiado seriamente ese día y de que no lo haría hasta que me viese entre la espada y la pared.
-Ya sé que es importante tu carrera, pero por favor entendeme...necesito hacer esto- me rogaste una última vez.
-Bueno, hacelo...llamame cuando termines- concluí, mientras me iba, y me daba cuenta que te habías puesto a llorar.
Había sido una mañana perfecta. Pero de alguna manera mi amor posesivo, mi negligencia, mi incapacidad para mirarte, para preocuparme sanamente por vos, la habían vuelto gris, y la tarde ya no era hermosa: era un infierno.
Di un portazo y bajé las escaleras seguro de mí mismo, con el orgullo herido, y dando grandes pasos. Yo sabía que te iba a encontrar corriendo después de mí, pidiéndome perdón una vez más, diciéndome que estaba bien, que ibas a cambiar. Yo sabía que me iba a sentir como la mierda, pero como era un egoísta, no me importaba demasiado.
Cuando llegué a la puerta de abajo, la abrí, sin darme cuenta que no me habías detenido esa vez. Ya estaba a mitad de cuadra cuando, caí en la cuenta que ni siquiera me ibas a llamar para hacerme volver. Me desesperé, me asusté, y quise regresar, pero estaba herido. Había sido herido por el mismo cuchillo que yo había desenvainado, pero era muy orgulloso para admitirlo, y seguí caminando.
Cuando llegué a la parada del colectivo, me arrepentí definitivamente, tuve un destello de inteligencia entre tanta estupidez, y te llamé, pero ya te habías ido. Habías salido rápidamente para lo de tu amiga, esa amiga que organizaba una fiesta esa noche, esa noche en la te divertirías tanto tratando de hacer algo bueno por vos. Esa noche te diste cuenta lo mal que nos hacíamos, porque eras más inteligente que yo, y mucho más madura. Esa noche lo conocerías a él, a esa persona que tanto esperabas encontrar en mí, y que tan feliz te haría.


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