miércoles, 21 de noviembre de 2007

El sueño del cátaro

Bajo un cielo profundamente anaranjado, bellas nubes de color añil chocan con una columna de inconmensurable tamaño, cuya perfección es absoluta e irreal. El material, inexistente en cualquier otro lugar de la región, se parece al metal que en algunas partes se conoce como titanio, y posee un color azabache intenso. La columna se pierde entre las volutas de fino gas, y más allá del cielo de color intenso.
Me he encontrado esta mañana pensando en el significado de esta columna, que algunos llaman Dios. Una profunda angustia corroe mi alma. La sabiduría de los filósofos, que antaño calmase mi sed, es polvo en mi boca y espinas en mis doloridos pies.
Y es que existen rumores que indican que otras columnas, igualmente perfectas han sido encontradas en remotísimas regiones, donde la tierra es negra como las plumas de cuervo.
Todo empezó hace aproximadamente 100 años cuando un anciano viajero llegó con extrañas nuevas sobre el colapso de las columnas. Todos nos mofamos de él, tachándolo de ateo y profano. Ahora que lo pienso, lamento mis acciones.
Pocos meses después, uan joven compañía de muchachos vagabundos, provenientes del Sur quedaba sorprendida por nuestra columna. Decían que sólo conocían una, pero que era el color lo que los dejaba sorprendidos: en sus húmedas tierras, la columna era blanca, de un blanco marfil de nívea tonalidad.
Obsesionado por estos dos extraños eventos, salí a recorrer el mundo en busca de nuevas. Y lo que encontré fue, sin dudas, sorprendente: tras 76 años de intensa búsqueda descubrí 17 columnas, 8 blancas y 9 negras, dispuestas en orden aleatorio, a lo largo de más de 60 diferentes bloques de tierra cuadrangulares.
Lamento profundamente haber comunicado estas noticias a mis hermanos en el mundo, puesto que ahora se ha corrido la voz de que un hereje ha proclamado la finitud del mundo (lo cual sin duda contradice la infinitud visible de las columnas). Hoy a la noche, a más tardar, seré inmolado en el altar Norte por mis viles ataques a la Deidad sin nombre. Una espantosa seguridad me invade. Nuestro mundo, con forma de ajedrez, es el tablero en el cual dos potencias se disputan las almas. Los movimientos de los que habló el Viejo son, sin embargo, espaciados. Demasiado espaciados. He calculado que cada columna se mueve aproximadamente cada 300 millones de años.
Creo, desde mi celda, poder vislumbrar la Corona de Hierro que ostenta nuestra Deidad. Mi lucidez me hace fuerte en estos momentos de desgracia. Mi alma la entrego al noble jugador detrás del juego.

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