En el jardín del Buddha crecía una gran flor amarilla, exhuberante, grandiosa como el Sol naciente sobre el mar, como el fuego crepitante en la noche oscura. Era lo más preciado a los ojos del gran Maestro, ya que representaba la existencia pura y libre de pecados, la belleza más primigenia.
Con un agraciado pero firme tallo verde, la flor se erguía unos setenta centímetros por sobre el nivel del suave césped de color esmeralda, resaltando con sus intensos colores y su poderosa fragancia.
"¿Qué será de esta flor cuando yo no esté aquí para cuidarla?", pensó un día el Buddha. "Esta flor depende de mis cuidados y crece pura y exclusivamente gracias a la protección que yo le otorgo. Sin mi custodia, se marchitará como un lirio bajo los rayos del imperioso Sol del mediodía".
Como era costumbre, el Buddha decidió un día no seguir preocupándose más por el destino de la flor. "Todo crece, y todo debe morir algún día, para volver a renacer nuevamente. Quizás esta flor logre encarnarse en el futuro en un Ser capaz de protegerse a sí mismo, un hermoso Ser dotado de razón y voluntad, tal como Yo lo soy ahora."
Pasaron los años, y el Buddha envejecía lentamente. La sabiduría que colmaba su corazón y satisfacía su búsqueda por la perfección no lograba, sin embargo, quitarle un pesar arrinconado en lo más profundo de su Ser. Como si se tratase no ya de la flor, sino también de algo subrepticio, que tuviese un significado que fuese preciso descubrir, el Maestro se pasaba casi todos los atardeceres mirando los últimos rayos dorados del ocaso reflejados en los suaves y delicados pétalos de su flor amarilla.
Al morir, la flor, tal como él sabía que sucedería, se marchitó por falta de cuidados. Ninguno de sus sucesores fue capaz de observar más allá de las estrictas enseñanzas que él les había dictado, y tras unos pocos días, observaron con cierta indiferencia el tallo quebrado, y las moscas sobre los ya muertos pétalos.
Años y años pasaron sobre el jardín del Buddha, años que se contaron por siglos, y por milenios. Y en el una vez hermoso jardín, volvieron a crecer hermosas flores, pero ninguna tan hermosa como aquella flor amarilla que una vez se enseñoreó del jardín.
Sin embargo, el terreno fue comprado por un gran empresario de origen indio que, sin saberlo, se paraba con cierta satisfacción sobre los mismos suelos por los que una vez caminó Buddha.
El empresario tenía una hermosa hijita, una niña frágil pero muy especial, quien hablaba con los pájaros y los árboles. Sin saberlo, la flor se halló mirando fijamente el suelo que fue su hogar hacía muchísimos años, y una gran melancolía se instaló en su corazón. Extrañamente creía recordar las plantas que allí vivieron, sólo que ahora eran distintas. Creía recordar a sus amigos, los grandes árboles de mango, sólo que habían cambiado, y sus ramas se había oscurecido. Los pájaros cantaban otras canciones, y ya no las recordaba. Y faltaba aquel hombre que la contemplaba con amor y cierta preocupación, como un padre.
La niña, sin saber por qué, lloró junto al cantero en donde alguna vez había vivido, miró el cielo añil sobre su cabeza, contemplando maravillada la lluvia de estrellas fugaces que en ese momento cruzaba el firmamento, y se dio vuelta para encontrar a su Padre mirándola con cariño y una cierta preocupación.
Con un agraciado pero firme tallo verde, la flor se erguía unos setenta centímetros por sobre el nivel del suave césped de color esmeralda, resaltando con sus intensos colores y su poderosa fragancia.
"¿Qué será de esta flor cuando yo no esté aquí para cuidarla?", pensó un día el Buddha. "Esta flor depende de mis cuidados y crece pura y exclusivamente gracias a la protección que yo le otorgo. Sin mi custodia, se marchitará como un lirio bajo los rayos del imperioso Sol del mediodía".
Como era costumbre, el Buddha decidió un día no seguir preocupándose más por el destino de la flor. "Todo crece, y todo debe morir algún día, para volver a renacer nuevamente. Quizás esta flor logre encarnarse en el futuro en un Ser capaz de protegerse a sí mismo, un hermoso Ser dotado de razón y voluntad, tal como Yo lo soy ahora."
Pasaron los años, y el Buddha envejecía lentamente. La sabiduría que colmaba su corazón y satisfacía su búsqueda por la perfección no lograba, sin embargo, quitarle un pesar arrinconado en lo más profundo de su Ser. Como si se tratase no ya de la flor, sino también de algo subrepticio, que tuviese un significado que fuese preciso descubrir, el Maestro se pasaba casi todos los atardeceres mirando los últimos rayos dorados del ocaso reflejados en los suaves y delicados pétalos de su flor amarilla.
Al morir, la flor, tal como él sabía que sucedería, se marchitó por falta de cuidados. Ninguno de sus sucesores fue capaz de observar más allá de las estrictas enseñanzas que él les había dictado, y tras unos pocos días, observaron con cierta indiferencia el tallo quebrado, y las moscas sobre los ya muertos pétalos.
Años y años pasaron sobre el jardín del Buddha, años que se contaron por siglos, y por milenios. Y en el una vez hermoso jardín, volvieron a crecer hermosas flores, pero ninguna tan hermosa como aquella flor amarilla que una vez se enseñoreó del jardín.
Sin embargo, el terreno fue comprado por un gran empresario de origen indio que, sin saberlo, se paraba con cierta satisfacción sobre los mismos suelos por los que una vez caminó Buddha.
El empresario tenía una hermosa hijita, una niña frágil pero muy especial, quien hablaba con los pájaros y los árboles. Sin saberlo, la flor se halló mirando fijamente el suelo que fue su hogar hacía muchísimos años, y una gran melancolía se instaló en su corazón. Extrañamente creía recordar las plantas que allí vivieron, sólo que ahora eran distintas. Creía recordar a sus amigos, los grandes árboles de mango, sólo que habían cambiado, y sus ramas se había oscurecido. Los pájaros cantaban otras canciones, y ya no las recordaba. Y faltaba aquel hombre que la contemplaba con amor y cierta preocupación, como un padre.
La niña, sin saber por qué, lloró junto al cantero en donde alguna vez había vivido, miró el cielo añil sobre su cabeza, contemplando maravillada la lluvia de estrellas fugaces que en ese momento cruzaba el firmamento, y se dio vuelta para encontrar a su Padre mirándola con cariño y una cierta preocupación.
1 comentario:
Hola mi nombre es Celeste y te invito a que hablemos de literatura.
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