Es de noche y estoy en un casino. Las máquinas tragamonedas se encuentran dispuestas en una larga hilera ante mí. Como necesito dinero y en mi ensoñación son estas máquinas las que podrían proporcionármelo en abundancia, comienzo a jugar con monedas de 50 centavos.
Aunque logro ganar unas pocas, las pierdo nuevamente. El ciclo se repite unas cuantas veces. Aparece Gustavo con su novia, quienes están inusualmente cordiales y agradables. Intercambiamos elogios y deseos favorables, y sin embargo, mi suerte no mejora. Desesperado, me levanto del asiento y me voy a recorrer el resto del establecimiento.
No parece haber nada. A primera vista, el casino parecía cuidado y nuevo: ahora me doy cuenta que hay rajaduras en el techo, paredes a medio pintar. Todo tiene un aire derrumbe y falta de manutención. Otro dato alarmante: el casino se encuentra, de repente, medio vacío, tanto de personas como de juegos.
Me dirijo hacia la salida, dos batientes de vidrio con unas gruesas barandas de metal. Lo traspaso, y justo cuando estoy por abandonar el vestíbulo, un guardaespaldas se acerca a ofrecerme acceso a un show privado que va a tener lugar en el salón que se encuentra a mi izquierda, tras una pequeña puertita que no me dice nada. Le digo que sí, que con mucho gusto, sospechando con pesar de lo que trata dicho show.
Primero me conduce, sin embargo, hacia el otro lado, hacia una gran puerta dorada, tras la cual me deja solo, en una especie de camerín. Éste está vacío de humanidad. Un felino de origen tailandés cruza el suelo, y hay ropa de varios estilos tirada por doquier. No faltan los vanidosos espejos y los cosméticos de rojos colores.
Todo tiene un aura particularmente familiar para mí. Pero no puedo reconocer de qué espacio se trata. Asombrado, mis pies se encaminan hacia el espectáculo, dejándome mentalmente todavía en el enigmático camerín.
Dentro, hay un salón de gigantescas proporciones con una amplia tarima en una de las esquinas. Allí una bailarina, vedette (¿Veddete?, tengo la duda y la pereza) realiza un show erótico. Me escabullo hacia el rincón más alejado, luego de que el guardaespaldas me señale uná vaguísima "Mesa 60". Al llegar me acuesto sobre dos sillas, mas me doy cuenta de que todavía hay un café humeante y algunos cigarros de origen caribeño. Silenciosa y tímidamente me dirijo hacia una pequeña mesita ubicada aún más al fondo.
Al llegar, sin embargo, siento que ella siente mi presencia. Hay algo que nos conecta. Para mi sorpresa el show finaliza. Ahora la bailarina toma el micrófono fijo, y comienza a hablar. Se trata de una sátira muy bien ensayada, dirigida contra su público. La bailarina tiene, sorprendentemente, un sentido corporativo muy fuerte. Habla con orgullo de su gremio, y con desprecio de su corrompido público. Por alguna razón, sé que estudia, que es una intelectual que no consigue ganar el suficiente dinero para vivir: me lo dice su vocabulario, su fina ironía.
Empieza a desarrollar una mordaz crítica que incluye nombres y dedos acusadores. El ambiente se torna hostil, luego raro, luego surrealista. De repente me doy cuenta que me nombra, me nombra como ejemplo de pureza y bondad. Me sonrojo y avergüenzo, porque reconozco mis inmundicias, mis podredumbres internas, todo aquello de lo que nos arrepentimos en el lecho (si es que tenemos suerte) o en la tierra, al morir.
También me doy cuenta de que esto está sucediendo en otro espacio y en otro tiempo. Al cruzar el portal, que al igual que los dos caminos de la Biblia, era el más tosco y estrecho, crucé algo más que un impedimento físico: estamos en un salón en otro lugar del Globo, en un tiempo quizás muy remoto, aunque podría ser 1500. Nada me dice tal cosa, porque los atuendos, los productos, todo tiene el distintivo sello del siglo XIX; es arbitrario, como todo lo demás en mi sueño.
Siento, siento que tengo que decírselo a ella, a ella que me comprende, el milagro de la traspolación temporal. Salgo corriendo del salón y entro nuevamente en el camerín. Ahí está ella, jugando con el gatito siamés, y probándose la ropa. Apresuradamente le cuento con entusiasmo mi experiencia, pero no parece interesarle. Los espejos la atraen muchísimo más. La visto lo más decentemente que puedo y la saco casi a rastras del lugar. Pero al trasponer la puerta dorada, nos encontramos en un lugar totalmente desconocido: estamos en un pasillo enrejado, muy estrecho, y cubierto totalmente de hiedras claras. Siento con máxima intensidad la irrealidad y patetismo del momento. Tengo que volver. Vuelvo.
Estoy de vuelta tras el portal dorado. Ahí está ella, pero no es ella, es su doble. Le explico todo de vuelta, y agarra una cámara que tiene un aspecto viejo y anticuado. El polvo se acumula en su primitiva lente. Salimos del cuarto. Entramos en el salón pero se encuentra completamente abandonado. Con un esfuerzo mental nos transportamos a un callejón suburbano. Se podría tratar de Los Ángeles o de Nueva York, aunque no lo sé con seguridad. Hay muchísima gente en la calle, vagabundos que nos miran con curiosidad, como si hubiésemos aparecido por allí de la nada.
Ella saca fotos, fotos y más fotos. Todo pierde sentido. El despertar se aproxima. Me resisto, quiero conocer el significado de tanta secuencia incoherente, pero pierdo fuerzas. El alba está próxima.
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