miércoles, 6 de mayo de 2009

Atajo

Un hombre se sienta y sueña: edificios del color de las cenizas, y luces apagadas. Niebla en el aire, y las calles sudan con pavor. Una sombra se mueve allá a lo lejos, y no sabe si es efecto del vapor o de una figura. Miedo y curiosidad se revuelven en él, y el cuento de Orión, el curioso, y Artemisa, en su mente. Se dirige ansioso hacia allí, y sus pasos resuenan monstruosamente fuertes cuando camina. Uno, dos y tres. Luego se da vuelta, creyendo oír algo en el lugar de inicio: sombra y penumbra total. Cuando se vuelve a mirar, espantado, el paisaje delante ha cambiado. Un prado cubre las callejuelas, y un sol que no brilla dorado sino rojizo se pone sobre los edificios. Cree recordar algo. Más allá se ve una cabaña. Para llegar hasta ella hay que saltar un enrejado que se extiende como una telaraña metálica entre dos muros.

Hay un tenebroso augurio allí, pero solo cruzándolo, lo sabe, se puede llegar a la cabaña. Corre hacia el atajo reuniendo valor al recordar los versos del poeta ciego, y cuando pone una mano, temerario, en el enrejado, éste desaparece. Ahora puede acceder a la construcción de madera que yace allí adelante.

Sus pies se deslizan felices sobre la hierba, casi flotan. Un camino de ripio saluda su llegada a la construcción, que es, de madera negra, y no clara como le pareciera a lo lejos.
Mientras contempla esto, aparecen en la madera hongos, ramas, que crecen, y se convierten en árboles. Al poco tiempo, estos se marchitan, y mueren.

Entonces golpea la puerta, pero esta se revela abierta. Dentro no hay luz, y tropieza con una escalera de dura piedra. Comienza a subir pero a mitad de camino, baja. Baja, pero con el tiempo se da cuenta que sube nuevamente. Agotado, se recuesta sobre la piedra, y sueña.

Un río de corriente calma arrastra sobre la superficie dos cuerpos: uno es el pasado y otro el futuro. Ambos flotan en la misma dirección, pero se persiguen formando un círculo. Se arroja al río, y lo siente pantanoso y dulce. Se hunde en sus cenagosas aguas. Se deja estar, y cuando toca el fondo, hunde su cabeza. Esa es la verdadera superficie, y en ella siguen flotando los dos cuerpos. Toma el del pasado, que conoce, y que es blanco como la nieve, y nada con él hacia la orilla. Exhausto por el esfuerzo, se duerme junto al árbol de Buddha.

Despierta el hombre y contempla el árbol, y el cuerpo que duerme debajo. Se aleja hacia el bosque frondoso, y allí observa el amanecer del sol rojizo, ¿o es la puesta de Sol?, entre las ruinas. Se inclina porque el cansancio lo vence. Se sienta y sueña: edificios del color de las cenizas y luces apagadas. Niebla en el aire, y las calles...

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