Desde niño, siempre me pareció absurda e insignificante la idea de un Dios, o, por lo menos, la idea de un único Dios.
Mucho más atractivos se me insinuaban los Olímpicos, que retumbaban con el potente trueno en las noches de tormenta, de las que disfrutaba enormemente, pasando no pocas observando los rayos iluminar lo que hasta entonces era no-iluminado.
Sin embargo, debo admitir que incluso a mi me fue (y es) difícil escapar de la idea de un Dios, ya que nuestra razón, lo queramos o no, tiende al resumen, a la generalización, y su misma naturaleza la lleva a formular, consciente o inconscientemente, la idea de Unidad.
Tal vez haya sido esto lo que llevó a Descartes a formular su idea de que Dios existía, entre otras cosas, porque su idea aparecía innata y naturalmente en la iluminada mente del ser humano.
Mi encuentro con Dios fue de tipo mucho más psicoanalítico: yo demostré ser el más fervoroso creyente debido, no a la creencia en un benigno y todopoderoso Dios, sino en el profundo disgusto por la inmediata realidad material que, en menor o mayor medida, todos profesamos.
La angustia que me produce lo limitado, lo finito, lo imperfecto, lo incompleto, es tan grande que en ella veo el reflejo del Torquemada latente que llevo dentro, y que me impulsa, sin quererlo, a profesar un amor incondicional y absoluto por el orden y la perfección, atributos que son ajenos a este universo, y, por lo tanto, extraños a él: tal es el concepto de Dios. Y no creo que este amor haya sido insignificante en el llamado pensamiento Occidental, desde que los "aqueos de rubicundas melenas" se pusieron a debatir en el ágora.
Un Dios que es tan maravilloso y que concentra todos los atributos que ya formulara Parménides de Elea no puede encontrarse en este universo, que es presa de la furiosa retórica mental y social de todos los días. La santificación la adquiere por exclusión: es tan extranjero a todo lo que conocemos, que nada se puede refutar, y, por la misma estupidez de la naturaleza humana, se convierte en inviolable, y en símbolo de lo más sagrado de cada uno de los individuos: la propia conciencia.
Así, pues, mi conversión se debe no al amor por lo Creado, sino a mi disgusto por la imperfección de tal Creación, y a un continuo anhelo por recuperar el Paraíso perdido, del que nos expulsó el celoso Dios de los desiertos.
3 comentarios:
No sé si estoy en lo correcto, y ni siquiera sé si estoy de acuerdo con esto, pero la fe en Dios tal como se la entiende ahora me suena a patear la pelota ante los problemas de la sociedad o de cada individuo en particular. Soy pobre, pero el Señor me va a ayudar. A Marcelo lo mataron en la calle, pero la Justicia Divina va a recaer sobre el culpable. Tengo granos en la cara, las chicas no me miran y la antena no agarra el 2, pero el Señor misericordioso estará conmigo.
Supongo que se trata de un pesimismo momentáneo. Mejor que así sea (o, para ponernos a tono, "amén").
Sí, pero creo que lo que también se desprende de lo que escribí, es que, probablemente haya tantas ideas de Dios, como personas. Y que Dios se convierte en un refugio de la mente, ante las cosas horribles de la realidad, a las que le tenemos miedo.
Si los hombres están hechos "a imagen y semejanza de Dios", entonces Dios es la suma de todos nosotros, de nuestra parte buena.
Sereneider: si soy pobre el Señor no me va a ayudar. Para dejar de serlo debo laburar y el Estado debe posibilitar que haya laburo. A Marcelo lo mataron en la calle y su asesino seguramente anda suelto por culpa de la (in)justicia. ¿tenés granos en la cara y las chicas no te miran? dejá de comer grasas y vigilá tu mal aliento. ¿la antena no te agarra el 2? Dios está en todas partes pero no creo que se detenga en tu terraza.
De cualquier manera, siempre es bueno reflexionar sobre la idea que cada uno tiene de Dios. Es una manera de estar en Dios.
Feliz Navidad, desde la Feliz!
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