La ocasión es festiva. Hay luces doradas por doquier. Se diría que se ven un tanto apagadas, un poco tristes. Pero la gente está vestida de noche, y festeja, aunque siento que el fuerte contraste produce un ambiente irreal, casi fantasmagórico.
Por alguna razón hay autos, muchos autos afuera. Levanto la mirada y me doy cuenta que estamos contemplando, como a través de un cristal, la Avenida 9 de Julio. Un caos de tránsito impera en el lugar.
De repente, un hombre, rubio y alto, de aspecto anglosajón, flaco y de ojos claros, arroja una piedra desde el otro lado. La interpolación de los mundos parece imposible por un momento: el hombre no tiene la fuerza necesaria para alcanzar esa distancia, con un trozo de piedra tan macizo. Y, sin embargo, para sorpresa de todos, la roca golpea en el pavimento con una velocidad espantosa, y rueda peligrosamente hasta el salón. Los invitados se alejan justo a tiempo y evitan una sangrienta colisión.
Para consternación general, otro individuo, esta vez de impreciso perfil, arroja una piedra aún más grande que la anterior, y mucho más lejos. Y así un tercero y un cuarto.
En ese momento, todo el auditorio estalla en un pánico súbito. Como si se tratase de una alarma de incendios, la gente enloquece y corre de un lado para el otro buscando la salida de la mansión. Me veo corriendo a través de los penumbrosos pasillos de el edificio en busca de mi mujer. Y, sin embargo, la encuentro fuera, todavía a resguardo, pero corriendo en busca de sus padres.
Al fin los encontramos. Por una orden imperativa de su padre, nos enteramos que su auto está en el estacionamiento, sobre el flanco derecho de la mansión, y que debemos ir corriendo hacia allí. Nos piden que nos apresuremos una vez más, porque eso, eso que hasta unos momentos creíamos hombres, no lo son tal.
Arrancamos y nos vamos, dando peligrosas vueltas y zigzagueando a través de los autos estacionados. Estamos a salvo.
Sin embargo, como suele suceder en estos sueños, la individualidad puede salvarse, pero el observador, que es más profundo y más antiguo, se mantiene y contempla el colapso hasta el advenimiento de la pesadilla.
Los hombres ahora se han despojado de sus disfraces. Son, en realidad, gorilas. Pero no cualquier tipo de gorilas. Tienen un porte erguido y ojos rojos brillantes, y se dedican a destruir todo sistemáticamente. Ahora yo no soy yo. Sí, soy el observador, pero desde el punto de vista de otro, de uno que no fue lo suficientemente afortunado para escapar. Sé que estoy solo en la mansión y que mi salvación depende de que los individuos encapuchados que controlan estas bestias no sean conscientes de mi presencia.
A través de un bosque de pinos, repto como una serpiente, intentando por todos medios pasar desapercibido. A lo lejos se escucha el clamor de la construcción viniéndose abajo. Pueden haber pasado minutos, pero a mí me parecen horas. Sigo escapando a baja velocidad. Miro hacia atrás y encuentro que en el lugar en donde antes se elevaba la agraciada construcción, sólo quedan cuatro columnas de imperecedera vitalidad. Los gorilas y sus dueños ahora vienen hacia mi dirección en busca de algo o alguien más.
Y sin embargo, no todo es oscuridad, dicen. Y tal vez la oscuridad sólo sea una forma de hacer la luz aún más gloriosa. En ese instante, amanece. Es una luz fría y grisácea, pero entonces descubro que tengo que huir hacia las alturas, y rápido. Trepo por uno de los pinos hasta una gran altura, y luego me deslizo sobre una pared de piedra caliza que acaba de aparecer hace un momento.
Los captores ya están ahí. Uno eleva su mirada hacia el borde de la plataforma, justo hasta donde estoy yo, pero parece no verme. Los feroces gorilas están a su lado, esperando una señal. Lentamente me arrastro hacia delante. Hay una cuerda que une este pino y otro a lo lejos. En el medio hay una pileta de natación. Sus aguas son celestes, pero están manchadas, como si el agua de lluvia y unos días sin limpieza hubiesen empañado su pureza original.
Un tanto dubitativo, me tomé mi tiempo. Corto un trozo de tela, lo paso sobre la cuerda de tosco material, y me deslizo. En ese instante, lo sé con seguridad: me han detectado.
Lleguo al otro lado de la pileta. Entre esta y el pino se yergue el límite del campo de la mansión. Es una cerca común, de alambre tejido. Hay algo de peligroso en ella, que no sé precisar. Quizás está electrificada. Oigo el murmullo de los captores. Se acercan, pero algo me dice que me quede quieto. Sorprendentemente, la conversación crece, pero del otro lado de la cerca: ellos me esperan fuera.
En ese momento sentí que uno de ellos estaba tratando de ayudarme. Él fue, desde un principio, mi guardián. Él me había visto, y no hizo nada al respecto. Y ahora, me urgía a tranquilizarme. Los había guiado por el camino incorrecto. Ahora me decía que tenía que despertar. Que ya nada me iba a poder hacer daño, que sólo era un sueño, una horrible pesadilla, creada por mis miedos y deseos, y que todo pasaría una vez que volviese a la consciencia.