Cuenta Heródoto en su primer libro que Solón de Atenas, llegado a la corte del rey de Lidia, fue a entrevistarse con éste. El rey, que se tenía por el hombre más feliz de la Tierra, que había acumulado incalculables riquezas, y al cual la fortuna parecía sonreirle en todos los aspectos terrenos y divinos, le preguntó quién creía él era el ser más dichoso de los que hubiera visto. Solón le respondió que las tres personas más felices que conocía habían vivido en su Hélade natal, y que a todos se los había llevado una dulce muerte en medio de la dicha.
Irritado, el rey asiático le preguntó si no creía que él era más feliz que otros hombres, puesto que su bienestar y poder eran no pocos. Solón le dijo sabiamente que sólo en el momento de morir un hombre podía descubrir si había sido realmente feliz y la fortuna no le había vuelto la espalda. Creso (así se llamaba el rey) despidió al legislador y volvió a sus planes.
Un tiempo más tarde, la Pitonisa délfica profetizó que si los ejércitos de este rey cruzaban el río Halis, un Gran Imperio caería: desafortunadamente para Creso, éste se olvidó de preguntar cuál Imperio sucumbiría, y en una jornada los persas destruyeron su infantería y saquearon su capital.
Condenado a la hoguera, y maldiciendo a Apolo, Creso se acordó del dicho de Solón, y lloró amargamente su soberbia e incredulidad. Ciro, el Rey de Reyes persa, admirado por el llanto de este otrora grande hombre, mandó a preguntar cuál era la causa de su tristeza. Informado del asunto, mandó a detener el incipiente fuego. Pero era muy tarde, y las maderas comenzaron a arder con gran velocidad. En ese momento, Apolo se acordó de Creso y envió una lluvia que lo salvó de la hoguera.
Doblemente admirado, Ciro ordenó que Creso fuera tratado con honores en su corte y lo hizo uno de sus consejeros principales. Éste vivió feliz hasta el final de sus días, en la capital del Rey de Reyes.
Esta historia ilustra un aspecto esencialmente humano; creo que estamos contínuamente aprendiendo y luchando por sobrevivir en esta vida, y sólo un tonto puede creer que la felicidad es la satisfacción de nuestros deseos. Esta vida está llena de espinas que hacen el camino más arduo, pero al mismo tiempo más interesante, y que nos fuerzan a aprender ciertas cosas, que de otro modo pasaríamos por alto. Con un corazón humilde como el de Solón, seríamos capaces de ver la fragilidad de la fortuna humana, y aceptaríamos con más entereza las pruebas que nos depara la difícil lucha de todos los días.